La música comenzó, y las luces se apagaron para darle paso a la noche y su manto estelar. La pista brillaba por la blancura de la arena iluminada por la blanca luna, que desde el cielo estrellado marcaba con esplendor la escena, a orillas del mar. La música era suave, sin voces, un piano por aquí, una flauta por allá, las guitarras y toda la sección de cuerdas se les unían sin titubear. El sonido de la brisa del mar, queda y taciturna, cambiaba su humor al entonarse los sonidos del saxofón, la trompeta y la sección completa de vientos que, animadas, alegraba el corazón del mar. Todo aquél jolgorio se encuadraba en marco perfecto, ideal boceto de una pintura llena de colores en la infinidad de la noche llena de luz.
Las estrellas, intermitentemente, brillaban y se apagaban, y se volvían a prender, haciendo un círculo gozoso de magia y fantasía, en una noche en la que solamente faltaban dos. El oleaje manso, poco a poco, entonaba un coro enigmático e hipnotizante, contaba una historia de amor cada vez que rompía en la orilla, murmuraba versos ininteligibles casi imperceptibles a unos oídos de una persona normal. Recitaba la historia que estaba próxima a desencadenarse, debajo del haz de luz que se proyectaba del ojo del cielo, su luna, su reflector.
Trazando líneas en la arena, un par de siluetas dibujaban su andar. Atraídos por la enigmática tonada que desde el fondo del mar entonaban las sirenas, que desde las ramas de las palmeras murmuraban el recital, que desde el cielo las gaviotas perdidas en la oscuridad graznaban con voz de ángeles, por la luz que desde el infinito y estrellado manto estelar ululaban las estrellas y reafirmaba, en la superficie de la cama de arena, el brillo encantador de la luna. La brisa agitaba en el aire los cabellos largos de una silueta, abrazando con descaro el contorno de su par, que, cadenciosamente comenzaban a entablar una conversación gesticular. El par de brazos largos, delgados y delicados, comenzaban la comunicación, abrazando suavemente el cuello grueso de la silueta robusta. Los brazos fuertes y decididos, recorrían la delgada cintura de la sombra fina. Desde la lejanía de la vista lunar, las siluetas se fundieron instantáneamente en una sola sombra que, bañada por la luz blanca del cielo, bailaban sobre la arena sin parar.
Era tan mágica la melodía de la playa, y tan vibrante el baile que acontecía en la arena que, el mar celoso y lleno de envidia, fue creciendo la intensidad del azote del oleaje que rompía sin cesar, su deseo por consumir aquella roja e intensa pasión que, hipnotizada por la luz y la música de aquella noche de luna, acontecía a orillas del mar. El mar rebosó su caudal, inundó la arena y arrastró, con todas sus fuerzas, hacía su oscura profundidad, a aquellas siluetas que, consumidas a su entrega total, sucumbieron por la intensidad de la embestida.
Aquellas sombras continúan su baile, en las profundidades del celoso mar, flotando como una sola entidad, amándose sin cesar, vagando por el vasto espacio acuático, acompañados por los cantos de las sirenas, bañados por el reflejo de la luz de la luna, embelesados por su pasión. El mar, derrotado por su acción, sucumbirá toda la eternidad a ser la sábana, a ser la cama, a ser el cuarto, donde, eternamente, aquellas siluetas no se separarán nunca más. Y así, el baile que alguna vez comenzó en aquella tranquila y solitaria orilla, continuará eternamente debajo de aquél espejo del cielo, rodeada pero sin atrapar, por las aguas turbias y celosas del mar.
Las estrellas, intermitentemente, brillaban y se apagaban, y se volvían a prender, haciendo un círculo gozoso de magia y fantasía, en una noche en la que solamente faltaban dos. El oleaje manso, poco a poco, entonaba un coro enigmático e hipnotizante, contaba una historia de amor cada vez que rompía en la orilla, murmuraba versos ininteligibles casi imperceptibles a unos oídos de una persona normal. Recitaba la historia que estaba próxima a desencadenarse, debajo del haz de luz que se proyectaba del ojo del cielo, su luna, su reflector.
Trazando líneas en la arena, un par de siluetas dibujaban su andar. Atraídos por la enigmática tonada que desde el fondo del mar entonaban las sirenas, que desde las ramas de las palmeras murmuraban el recital, que desde el cielo las gaviotas perdidas en la oscuridad graznaban con voz de ángeles, por la luz que desde el infinito y estrellado manto estelar ululaban las estrellas y reafirmaba, en la superficie de la cama de arena, el brillo encantador de la luna. La brisa agitaba en el aire los cabellos largos de una silueta, abrazando con descaro el contorno de su par, que, cadenciosamente comenzaban a entablar una conversación gesticular. El par de brazos largos, delgados y delicados, comenzaban la comunicación, abrazando suavemente el cuello grueso de la silueta robusta. Los brazos fuertes y decididos, recorrían la delgada cintura de la sombra fina. Desde la lejanía de la vista lunar, las siluetas se fundieron instantáneamente en una sola sombra que, bañada por la luz blanca del cielo, bailaban sobre la arena sin parar.
Era tan mágica la melodía de la playa, y tan vibrante el baile que acontecía en la arena que, el mar celoso y lleno de envidia, fue creciendo la intensidad del azote del oleaje que rompía sin cesar, su deseo por consumir aquella roja e intensa pasión que, hipnotizada por la luz y la música de aquella noche de luna, acontecía a orillas del mar. El mar rebosó su caudal, inundó la arena y arrastró, con todas sus fuerzas, hacía su oscura profundidad, a aquellas siluetas que, consumidas a su entrega total, sucumbieron por la intensidad de la embestida.
Aquellas sombras continúan su baile, en las profundidades del celoso mar, flotando como una sola entidad, amándose sin cesar, vagando por el vasto espacio acuático, acompañados por los cantos de las sirenas, bañados por el reflejo de la luz de la luna, embelesados por su pasión. El mar, derrotado por su acción, sucumbirá toda la eternidad a ser la sábana, a ser la cama, a ser el cuarto, donde, eternamente, aquellas siluetas no se separarán nunca más. Y así, el baile que alguna vez comenzó en aquella tranquila y solitaria orilla, continuará eternamente debajo de aquél espejo del cielo, rodeada pero sin atrapar, por las aguas turbias y celosas del mar.
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