domingo, 6 de septiembre de 2009

Arde el Corazón su Mutación

Rodeado por miradas,
Algo difuminadas,
Y admito los colores de su interior,
Sufre mi figura una transformación

El Cuadro II (Héroes del Silencio)



Me detuve unos instantes, para darle cuerda a mi vida. ¿Cómo avanzaba el reloj con las manecillas dislocadas? Mi mente escurría ideas a cuenta gotas, mezcladas con sudor y estresadas con el viento; el aire se enturbió, una pantalla espesa cegaba mi fortuna. En el firmamento, las señales se confundían y, enviaban a los marineros hacía infinitas direcciones, yo era aquél, el más perdido de todos en este vasto océano que es la vida. El infinito es el límite y, en el transcurso del tiempo y el espacio, millones de estrellas circularán a nuestro paso.

Con el cuerpo estacionario y la imaginación circulante, respiré profundamente, llenando de aire mis sueños y retomando el empedrado y sinuoso camino que aún tenía por delante de mis ojos y mi nariz. Mis lentes enfocaron el vasto espacio que se dibujaba hacia el horizonte. Un estado de ánimo de creciente excitación o, ¿Será acaso emoción? Envuelto en la incertidumbre de mi futuro y, encandilado por un sueño etéreo, vislumbre en lo profundo de mi alma, una pauta que marcaba el ritmo acelerado de mi corazón. Aquél viejo lobo de mar, renació de sus fragmentos. Al cabo que, una sola vez se rompe el corazón, los demás tan sólo son rasguños. Absorto ante la contemplación de explosiones estelares, y el jaripeo que se celebraba en mi interior, me dí cuenta que, uno no es el nombre, uno mismo es la esencia que envuelve lo que toca, lo que dice y lo que piensa. El remitente se pierde en el fuego y el destinatario es nuestro verdugo.

Me sumergí en aquél inmenso océano, abrí los ojos en su interior, en mis oídos taladraban los potentes latidos del órgano redentor. Vislumbré imágenes difusas y complicadas enredadas en mis pensamientos, desenmarañé unas cuantas falsedades, me abstraje en los colores que envolvían mi ser. El aura que emanaba la masa boreal en la cual se transformaba mi organismo, disipaba en el ambiente palabras nítidas de sensibilidad difusa. Iba y venía en un ardid filosófico, cuasi ermitaño, que condensaba el vaho que emanaba de mis últimas tertulias entre mi cerebro oscilador, mi corazón resucitado y mi alma conciliadora.


*Imágen de José Quintero

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